El Dilema de Mario

Fue uno de los días más tensos de mi vida. Al final no paso nada tan terrible, pero los nervios en esa instancia son mucho más fuertes de los que uno se imagina como espectador. Estábamos mis dos contrincantes, el «mandamás», una suerte de jurado, un público omnipresente y yo. Estabamos debatiendo por un contundente monto de dinero. Y si yo me involucré en el caso fue a causa de una «sugerencia» que formuló un día una señora. Digamos que estaba nervioso pero ya me había preparado un poco, así que ya sabía que decir. Primero el juez Burgerstriker —creo que así se llamaba— interrogaba al contrincante y a su compinche. A juzgar por su gramática ya tenía el triunfo asegurado, pero no podía pensar así. Después me interrogaron a mí —no dije nada interesante, no insistan— y empezó la sesión con un gran martillazo del prefecto. Teníamos 45 minutos —¡con tiempo la lesera!— en total, y el que obtuviera más puntos a favor una vez finalizado iba a quedar libre de acusaciones. Me parecía un poco arbitrario, pero… ya estaba ahí. Al principio fue fácil, las palabras de los en-contra-mía no parecían de mucho temer y mis intervenciones eran, sin duda, singulares, aunque talvez no tanto, porque el comienzo siempre es fácil, pero transcurridos los 5 primeros minutos ya se empieza a sentir un vacío en el estómago.

En un punto irritante del proceso decidieron hacer un receso, y aproveche de salir afuera un rato. Fui directo a la gelatería a comprar un helado —¡oh!— donde promocionaban una cantidad infinita de sabores. Preferí escoger uno al azar. No tenía plata en ese momento, así que el heladero tuvo el placer de fiarme. Ahora ganar este dilema era de vida o muerte.

Volví al salón, pasó un rato y reanudaron la sesión. Seguía el juez interrogando y mis antagonistas atacando. Se me había formado una jugada difícil: por un lado estaban mis «inocuo», «sabandija», «inocente», y por otro lado los «sostengo», «bastardo» y «acuso» de mi contrincante. Así que empecé a hacer memoria: mi contrincante decía que vivía en un sector bajo de Tangamandapio —«México, frontera…» pensaba— vivía con sus amigos Pancho y Feña —«Francisco, Fernando…» pensaba— que le ofrecieron trabajo en una oficina en el edificio de Pablo Producciones —«Elaboraciones, agencia…» pensaba— pero tras 40 minutos de estancia se fue a Miami y se compró una casa en ¥1.000 cerca de una playa —«Beach, Lengua…», pensaba—. Entonces pensé, «¿cómo pudo viajar de Miami, suponiendo que no tenía visa?…» Talvez la falsifico con un billete —«Plata, boleto…» pensaba— o se la presto su amigo Feña, él que pudo haber conseguido un trabajo en Las Vegas como tramoya moviendo letreros pintados por un gladiador que trabaja en una teleserie que se transmite en un canal latinoamericano que emite las noticias a la misma hora que mi tío Juancho va a sacar a pasear a su burro por la praderas de… ¿Olmué? —«Bambalina, luchador, frecuencia, hispano, informe, pariente, jumento, huaso…» pensaba— Mientras pensaba creí escuchar al juez una suerte de «apúrese» y dije:

—¿Perdón?

Esa palabra fue el primer milagro de la jornada: interrumpió en el momento preciso la tertulia que tramitaban mis contrincantes mientras pensaba en mi argumento. Pensé que si seguía así no iba a tener mayor problema para salir de esta querella.

Estaban el contrincante #1 con sus indultos y el amigo ése disparando sus «coloquialismos», llegó mi turno de hablar y dije:

—¡Almeja!

Después estaban el contrincante con tuteos y su chaperón tratando plebiscitos y yo dije:

—¡Chuleta!

Sin preocuparme sobre las cosas que se pautaran fui diciendo todo el tiempo las primeras palabras que se me ocurrían. Podría haber resultado inefable hasta que alguien exclamó:

—¡Objeción!

E hicieron un nuevo receso. Pensé que hasta el momento me había relajado demasiado, tanto así que perdí por completo el curso de la reunión y no hacía uso de razón al estar diciendo mis vocablos. Ya no tenía conciencia sobre la perturbación que esto significaba para mí y de como podría afectarme en el futuro. Factiblemente nadie lo interpretó así, pero ya pude haber metido la pata. Miré la pantalla electrónica —la tecnología de hoy— donde mostraban todos los términos que habíamos dicho. Y al ver el tiempo que me quedaba par arreglarlo, me empezó a doler la guata. Tome agua se y reanudó el certamen.

Mientras el juez decía unas palabras yo solo me concentraba en mis nervios; ¿cómo fue que llegué aquí? ¿En qué estaba pensando? Se suponía que tenía que ganar esta disputa y ya lo había echado todo a perder. Nada me perturbaba más que quedar en ridículo ante mis camaradas —muy lejos de aquí, por cierto— y ante ese desconocido público, ¡Arg! Pero todavía me quedaba rezar. En eso escuché:

—¡Señoría!

—¡Chiripiolca!

Me había distraído de nuevo, pero no había sido mucho. Trate de consolarme, digo, yo no soy el único que ha pasado por este proceso, pero perfectamente mi reputación estaba en juego; podría ser el gran triunfador rastafari-afro-gitano que participaba en esta especie de querella o pasar directamente al olvido… para siempre.

Entonces fue cuando se escucho un antagonista impuso:

—¡Culpable!

Ese sonido zarandeó en todo el salón; no obstante algunos se rieron, y eso me hacía sentir más miserable mi rol en ese momento, digo, ya era casi imposible que ganara. Probablemente iba a saber afrontarlo, pero estaba en un momento muy cúspide para reaccionar… así que empecé a recordar todo lo que había hecho desde que me inscribieron hasta ese entonces. Fue ahí donde comencé a recordar el sabor del helado, tenía un gusto que ya había probado en otra parte, como a repollo, pero sazonado con albaca. Así que pensé en voz alta:

—¿Tamarindo?

Y fue cuando se escucho una escatológica música y una gran ovación del público, o sea, había ganado: justo dije una palabra que completaba el último espacio de 9 letras y de mayor puntaje que quedaba en el dilema. Me entregaron US$100.000 en efectivo y me preguntaron por mi estado de ánimo, así que aproveché de dar gracias a la señora Julia que me inscribió en el concurso, a mi familia y amigos. Después pasé por los camarines, le pagué al heladero y volví a mi hospedaje y atiné a llamar a mi amigo Oscar, por vez primera sin cobro revertido:

—¡Hola Oscar! Te cuento que me gane mucho dinero en un concurso del señor Burger Mäç fleîsher y no te imaginas como me siento. Ahora voy a ser la envidia del barrio. Me comprare todo lo que siempre ellos habrían querido obtener, me volveré cuico y no voy a hablar de esta forma nunca más. Puede que suene arrogante, pero, por lo menos ya me puede dar lo mismo mi cesantía, las deudas del arriendo, mis cálculos renales, el papel higiénico, mi tumor en el cerebro y las 665 demandas en contra mía por derechos de autor; ¡tengo todo para divertirme! ¿Qué te parece?

—¡Jitomate! —y corto. ¿Qué me habrá querido decir?

Por Andrés Sanhueza

—Aló, ¿qué pasó? Llamé hace un rato y cortaron. Soy Mario

—Está equivocado

—Entonces… ¿Quién soy?